Artículo publicado en ADN de La Nación el día 7 de enero del 2008. Como un regalo de Reyes, la clara visión de Daniel Santoro sobre la actividad artística en Buenos Aires. Eso que solemos llamar el epifenómeno.
La Otra Mirada
Junto con 2007 terminó también la primera década del siglo; basta una rápida mirada a estos últimos años para advertir que el mundo de las artes plásticas empezó bastante parco en novedades, y sin paradigmas que generen entusiasmo.
En nuestro país, estos primeros años se nos pasan entre el reciclado culposo de los 90, la aridez insustancial de las nuevas tecnologías u, ocasionalmente, cuando alguien paga tributo a la corrección política, atizando el rescoldo de los ardores tucumanos. Al tiempo, un ejército de estudiosos y curadores emprenden la aburrida tarea de mitificar un módico pasado pobretón.
En realidad, las únicas novedades que nos trae el mundo global de la plástica son: la consolidación de un sinnúmero de gigantescas instituciones; grandes museos en constante ampliación, más fundaciones con fondos millonarios y más universidades que habilitan carreras con orientación artística, que emiten millares de nuevos especialistas, que nutren a su vez esas mismas instituciones que continúan su acelerado crecimiento.
Con su proa de titanio, el epifenómeno del arte flota como una nave superpoblada, sin motor y sin rumbo, mientras la pintura, lejos de morir, proyecta su sombra sobre estos últimos años como la amenaza de un testigo indiscreto, sin que ninguna buena idea le dispute su capacidad de producir imágenes que nos conmuevan, o nos provoquen algún placer (¿habrá que aceptar un triunfo de la pintura por abandono, Mr. Saatchi?).
Mientras tanto, las instituciones artísticas locales, como disciplinadas repetidoras, también se amplían, y tratando de no caer víctimas de la obsolescencia programada del medio se abren gustosas a auditorías externas que ponen a prueba su condición de contemporaneidad.
Por otro lado, las instituciones que con algún vigor motorizaron la década pasada desde una posición "crítica" pusieron su amable resistencia en retirada: la revista Ramona hace tiempo que acabó con su etapa heroica para entrar en el juego delicado y versallesco de las interpenetraciones institucionales.
En fin, es un reducido mundo hiperdisciplinado; nadie quiere perder las pequeñas ventajas que dan las franquicias de homologadores y legitimadores locales. Cualquier irrupción que muestre algo del tono local causa alarma y no es bienvenida, el ambiente se tornó endogámico y benevolente; se comercia con la piedad. Hay un marcado desinterés por ver dentro del imaginario vernáculo, ese que sobrevive del otro lado del arco de la avenida Córdoba, límite impreciso del country de nuestras instituciones artísticas.
Por último, sospecho que el problema es con nuestra identidad. Pensemos que la compleja construcción de una identidad cultural tiene por eje una sutil capacidad de apropiación: México, Brasil, Cuba, entre otros, son ejemplos pertinentes; ellos lograron estetizar sin prejuicios un imaginario social ligado al territorio y a su legado histórico. En nuestro medio artístico, esa operación sólo es tolerable si se aplica una mirada distanciada y cínica ( Kitsch ). Creo que la identidad visual es difícil de constituir si no se puede sostener una cierta mirada ingenua, que al menos postergue el juicio erudito. Así, esa mirada ingenua genera un genuino deseo de apropiación, y esto lleva inevitablemente a una estética ligada al exceso -¡bienvenidos a América Latina!-: acumulación, espesor, carnadura.
Me pregunto si no estaremos disparándonos un tiro en los pies al ignorar nuestro imaginario vernáculo, que es todo un mundo vacante de representación. Pero ser parte de la cultura latinoamericana no es una buena noticia para el grueso de nuestros especialistas y curadores; ellos prefieren el estándar minimalista internacional, que se ve más acorde a nuestra legendaria elegancia de europeos supernumerarios.
En nuestro país, estos primeros años se nos pasan entre el reciclado culposo de los 90, la aridez insustancial de las nuevas tecnologías u, ocasionalmente, cuando alguien paga tributo a la corrección política, atizando el rescoldo de los ardores tucumanos. Al tiempo, un ejército de estudiosos y curadores emprenden la aburrida tarea de mitificar un módico pasado pobretón.
En realidad, las únicas novedades que nos trae el mundo global de la plástica son: la consolidación de un sinnúmero de gigantescas instituciones; grandes museos en constante ampliación, más fundaciones con fondos millonarios y más universidades que habilitan carreras con orientación artística, que emiten millares de nuevos especialistas, que nutren a su vez esas mismas instituciones que continúan su acelerado crecimiento.
Con su proa de titanio, el epifenómeno del arte flota como una nave superpoblada, sin motor y sin rumbo, mientras la pintura, lejos de morir, proyecta su sombra sobre estos últimos años como la amenaza de un testigo indiscreto, sin que ninguna buena idea le dispute su capacidad de producir imágenes que nos conmuevan, o nos provoquen algún placer (¿habrá que aceptar un triunfo de la pintura por abandono, Mr. Saatchi?).
Mientras tanto, las instituciones artísticas locales, como disciplinadas repetidoras, también se amplían, y tratando de no caer víctimas de la obsolescencia programada del medio se abren gustosas a auditorías externas que ponen a prueba su condición de contemporaneidad.
Por otro lado, las instituciones que con algún vigor motorizaron la década pasada desde una posición "crítica" pusieron su amable resistencia en retirada: la revista Ramona hace tiempo que acabó con su etapa heroica para entrar en el juego delicado y versallesco de las interpenetraciones institucionales.
En fin, es un reducido mundo hiperdisciplinado; nadie quiere perder las pequeñas ventajas que dan las franquicias de homologadores y legitimadores locales. Cualquier irrupción que muestre algo del tono local causa alarma y no es bienvenida, el ambiente se tornó endogámico y benevolente; se comercia con la piedad. Hay un marcado desinterés por ver dentro del imaginario vernáculo, ese que sobrevive del otro lado del arco de la avenida Córdoba, límite impreciso del country de nuestras instituciones artísticas.
Por último, sospecho que el problema es con nuestra identidad. Pensemos que la compleja construcción de una identidad cultural tiene por eje una sutil capacidad de apropiación: México, Brasil, Cuba, entre otros, son ejemplos pertinentes; ellos lograron estetizar sin prejuicios un imaginario social ligado al territorio y a su legado histórico. En nuestro medio artístico, esa operación sólo es tolerable si se aplica una mirada distanciada y cínica ( Kitsch ). Creo que la identidad visual es difícil de constituir si no se puede sostener una cierta mirada ingenua, que al menos postergue el juicio erudito. Así, esa mirada ingenua genera un genuino deseo de apropiación, y esto lleva inevitablemente a una estética ligada al exceso -¡bienvenidos a América Latina!-: acumulación, espesor, carnadura.
Me pregunto si no estaremos disparándonos un tiro en los pies al ignorar nuestro imaginario vernáculo, que es todo un mundo vacante de representación. Pero ser parte de la cultura latinoamericana no es una buena noticia para el grueso de nuestros especialistas y curadores; ellos prefieren el estándar minimalista internacional, que se ve más acorde a nuestra legendaria elegancia de europeos supernumerarios.
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