La crítica de arte y su próxima desaparición
Si no aparece pronto un antídoto potente, éste es, a corto plazo, el destino de la crítica de arte contemporáneo. Entre la multitud de indicios, un ejemplo reciente: varios artistas son interpelados sobre el papel de la crítica en la validación de sus respectivos trabajos. Y las respuestas de, entre otros, Carlos Garaicoa, Joan Fontcuberta o Eulalia Valldosera no pueden ser más desoladoras. Para la legitimidad de estos creadores, la importancia de la crítica resulta casi nula. Lo más inquietante de sus argumentos no es, sin embargo, su beligerancia sino su condescendencia; el modo en que pasan la mano por la cabeza a esa innecesaria (y menor) compañera de viaje.
No les falta razón. Que la crítica, salvo excepciones, ocupa el último lugar en la jerarquía del actual sistema del arte -por debajo de directores, coleccionistas, comisarios y artistas- no es, precisamente, un secreto. Hasta el extremo de que lo alarmante no está en la proximidad de su desaparición, sino en la indiferencia con que ésta sería recibida. Pocas veces un género -o como quiera que le clasifiquemos- hizo coincidir con tanta fruición su propensión a suicidarse con los intentos de exterminio que le acosan desde el exterior.
Hay un conjunto de temas gremiales que explican parcialmente esta crisis. Que el trabajo de los críticos alcanza una escasa notoriedad y un limitado acceso a los circuitos pedagógicos. Que la mayoría de discursos circulan al interior de la tribu, en catálogos que sólo leen los entendidos. Que la presencia en los medios de comunicación es insignificante. Que en internet y sus blogs son mucho más importantes las noticias, opiniones y comentarios sobre ella que la crítica propiamente dicha. Que el mercado profesional, con su tapón generacional, depara un multiempleo de supervivencia donde el crítico suele ser, al mismo tiempo, juez, parte, sospechoso y culpable. Que la propia crítica contemporánea rebasa, y refuta, la tesis del artista como genio, mientras que los escritores de renombre que se aproximan al arte, con todos los medios a su disposición, persisten en la idea romántica del aura. Que el arquetipo de curator de éxito, en el que se fijan las nuevas generaciones, no ha necesitado una obra escrita para llegar a lo más alto y sufre una alergia crónica al ISBN...
Dicho esto, tal vez valga la pena una previsión: cuando aquí se habla de la crítica de arte afiliada a lo escrito -tinta de la escritura y de la impresión- no se trata de una caprichosa sobrevaloración de lo literario. Simplemente, obedece a que la crítica, todavía, sigue siendo el puente entre la cultura visual y la cultura escrita. Enlaza el arte con la literatura y, aún más importante, es el nexo ideal entre el arte y la lectura. En este punto, vale la pena preguntarse si los críticos hoy gozamos de lectores. Y, también, si gozan hoy los lectores con los críticos. La rotundidad del "no" a estas dos preguntas desborda cualquier queja de tipo sindical y revela un manojo de carencias intelectuales que alientan desde dentro esta situación.
No es posible exigir un lugar bajo el sol atizando frases tales como "táctica curatorial", "dinámica procesual", "enjambre dialéctico", que configuran un lenguaje de secta, muy parecido a ese que tanto abunda entre los forenses del CSI, o entre el Doctor House y sus colaboradores.
Ante la hecatombe, Hegel. Decía el filósofo, y sostiene Agamben, que el artista es el "hombre sin contenido", porque es capaz de ir "más allá" del propio arte y desaparecer más allá de sí mismo. En sentido contrario, tal vez valga la pena experimentar la crítica como una zona marcada por el contenido sin hombre. Como un camino propio que, sin renunciar del todo al artista, no se detendría absolutamente en las tareas de su legitimidad, ni en cuanto garantía de su lugar en el mundo, ni como balanza de su grandeza. Puestos ya a no ser necesarios, los críticos podrían ensayar (en la dimensión literaria de este término) la fortuna eventual de conseguir una autonomía intelectual "más allá del artista". A fin de cuentas, si existen y triunfan artistas sin crítica, el ensayo nos regala la posibilidad de concebir, llegado el caso, una crítica sin artistas.
Esa eventualidad cuenta con ejemplos fructíferos. Pensemos en Henry James, Oscar Wilde, Edith Warthon, Gilbert K. Chesterton, Paul Auster, Don DeLillo, Roberto Bolaño, César Aira o Enrique Vila-Matas. Cuando no les han convenido los creadores "realmente existentes" para hacerlos intervenir en sus obras, se los han inventado. Y no por ello constatamos alguna merma en la utilidad crítica que activan sus libros. ¿Qué son autores de ficción? Esto es muy relativo, sobre todo porque no parece que el principal malestar de la cultura contemporánea provenga de lo que concebimos como ficción sino de aquello que percibimos como verdad. Con toda su acreditada fantasía, ninguno de esos autores ha imaginado una ficción tan gigantesca como las famosas armas de destrucción masiva, o como el alegato de Noam Chomsky -ese martillo de todas las mentiras de este mundo- cuando afirmó que las matanzas de Pol Pot eran exageraciones de The New York Times.
En todo caso, hay ejemplos de ensayistas que nos sitúan en otra frontera y expanden sus argumentos creativos por caminos liberados de cualquier corsé. Ajenos al estudio acabado y bien cerradito (que no duda en poseer la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad, con su drama griego de andar por casa y su correspondiente triada de planteamiento-nudo-desenlace), los ensayos más fértiles -entendidos como los fundó Montaigne- se resisten a ser encapsulados como non-fiction. Esta clasificación industrial conviene sin duda a las editoriales, las academias universitarias y los suplementos culturales, pero tiene poco que ver con la promiscuidad que despliegan las creaciones contemporáneas. Así, George Bataille es capaz de escribir un libro, La oscuridad no miente, que "no se dirige a los hombres cuya vida no es interiormente violenta". Eliot Weinberger, en Rastros kármicos, fecha un artículo de apenas cuatro páginas entre 1499 y 1991, a la vez que define Islandia como "la sociedad más perfecta del mundo, de la cual ninguna otra tiene nada que aprender". Vázquez Montalbán, en sus crónicas bajo el seudónimo de Jack el Decorador, consiguió renovar la crítica de diseño desde unos episodios que eran, al mismo tiempo, un libro de crítica, la antología de unos pequeños tratados de frivolidad, una novela negra y, finalmente, la parodia de todo eso. Severo Sarduy perfila una aventura carnal en Barroco para abrir un sendero inédito entre la cultura barroca y la posmodernidad. Un académico como Roger Bartra incorpora viñetas y diálogos imaginarios en La jaula de la melancolía, su novedosa interpretación de la identidad mexicana. Por la parte que le toca, en Deseo de ser piel roja, Miguel Morey nos propone... Bueno, éste cada cual tiene que leerlo sin brújula porque no se puede describir, ni sintetizar, ni escolarizar y ahí radica, intacta, gran parte de su virtud.
Estos y otros ejemplos ensanchan el horizonte de tal manera que rompen los prejuicios a la hora de asumir como ensayos formatos que están fuera de la literatura en su sentido convencional. Exposiciones como Lo que ocurre (¿), basada en la teoría del accidente de Paul Virilio, o Comunidad, de Pedro G. Romero, cumplen con los rigores de un ensayo visual en toda la línea.
El ensayo crítico, especialmente el artístico, puede ser entendido en su aserción teatral: es una aproximación previa e imperfecta a una realidad que no está constituida del todo (no es todavía la "función real"). Más bien, sus tareas están encaminadas a armar los planos de un escenario futuro, a una posibilidad por venir.
Ensayar sin complejos desde, por y más allá del arte no parece un mal remedio para esa crítica que hoy deambula como una especie en peligro de extinción. Sin conceder la menor importancia a las cápsulas que la encierran en un gueto sin salida, desde el que sus enunciados alcanzarán siempre la importancia de un pimiento.
Y eso que, bien mirados, los pimientos sí que tienen su importancia. Los de padrón, por ejemplo. En el ritual de comerlos, el comensal se la juega y avanza hasta que ¡pum! aparece uno por sorpresa que pica y cambia las percepciones esperadas. A unos les disgustará, pero hay otros que, secretamente, no han buscado otra cosa que ese accidente y ese ardor para asomarse al precipicio.
Última lección de un ejemplo prosaico: tanto en el sentido del sabor como del conocimiento, a veces una buena crítica está obligada a saber mal.
No les falta razón. Que la crítica, salvo excepciones, ocupa el último lugar en la jerarquía del actual sistema del arte -por debajo de directores, coleccionistas, comisarios y artistas- no es, precisamente, un secreto. Hasta el extremo de que lo alarmante no está en la proximidad de su desaparición, sino en la indiferencia con que ésta sería recibida. Pocas veces un género -o como quiera que le clasifiquemos- hizo coincidir con tanta fruición su propensión a suicidarse con los intentos de exterminio que le acosan desde el exterior.
Hay un conjunto de temas gremiales que explican parcialmente esta crisis. Que el trabajo de los críticos alcanza una escasa notoriedad y un limitado acceso a los circuitos pedagógicos. Que la mayoría de discursos circulan al interior de la tribu, en catálogos que sólo leen los entendidos. Que la presencia en los medios de comunicación es insignificante. Que en internet y sus blogs son mucho más importantes las noticias, opiniones y comentarios sobre ella que la crítica propiamente dicha. Que el mercado profesional, con su tapón generacional, depara un multiempleo de supervivencia donde el crítico suele ser, al mismo tiempo, juez, parte, sospechoso y culpable. Que la propia crítica contemporánea rebasa, y refuta, la tesis del artista como genio, mientras que los escritores de renombre que se aproximan al arte, con todos los medios a su disposición, persisten en la idea romántica del aura. Que el arquetipo de curator de éxito, en el que se fijan las nuevas generaciones, no ha necesitado una obra escrita para llegar a lo más alto y sufre una alergia crónica al ISBN...
Dicho esto, tal vez valga la pena una previsión: cuando aquí se habla de la crítica de arte afiliada a lo escrito -tinta de la escritura y de la impresión- no se trata de una caprichosa sobrevaloración de lo literario. Simplemente, obedece a que la crítica, todavía, sigue siendo el puente entre la cultura visual y la cultura escrita. Enlaza el arte con la literatura y, aún más importante, es el nexo ideal entre el arte y la lectura. En este punto, vale la pena preguntarse si los críticos hoy gozamos de lectores. Y, también, si gozan hoy los lectores con los críticos. La rotundidad del "no" a estas dos preguntas desborda cualquier queja de tipo sindical y revela un manojo de carencias intelectuales que alientan desde dentro esta situación.
No es posible exigir un lugar bajo el sol atizando frases tales como "táctica curatorial", "dinámica procesual", "enjambre dialéctico", que configuran un lenguaje de secta, muy parecido a ese que tanto abunda entre los forenses del CSI, o entre el Doctor House y sus colaboradores.
Ante la hecatombe, Hegel. Decía el filósofo, y sostiene Agamben, que el artista es el "hombre sin contenido", porque es capaz de ir "más allá" del propio arte y desaparecer más allá de sí mismo. En sentido contrario, tal vez valga la pena experimentar la crítica como una zona marcada por el contenido sin hombre. Como un camino propio que, sin renunciar del todo al artista, no se detendría absolutamente en las tareas de su legitimidad, ni en cuanto garantía de su lugar en el mundo, ni como balanza de su grandeza. Puestos ya a no ser necesarios, los críticos podrían ensayar (en la dimensión literaria de este término) la fortuna eventual de conseguir una autonomía intelectual "más allá del artista". A fin de cuentas, si existen y triunfan artistas sin crítica, el ensayo nos regala la posibilidad de concebir, llegado el caso, una crítica sin artistas.
Esa eventualidad cuenta con ejemplos fructíferos. Pensemos en Henry James, Oscar Wilde, Edith Warthon, Gilbert K. Chesterton, Paul Auster, Don DeLillo, Roberto Bolaño, César Aira o Enrique Vila-Matas. Cuando no les han convenido los creadores "realmente existentes" para hacerlos intervenir en sus obras, se los han inventado. Y no por ello constatamos alguna merma en la utilidad crítica que activan sus libros. ¿Qué son autores de ficción? Esto es muy relativo, sobre todo porque no parece que el principal malestar de la cultura contemporánea provenga de lo que concebimos como ficción sino de aquello que percibimos como verdad. Con toda su acreditada fantasía, ninguno de esos autores ha imaginado una ficción tan gigantesca como las famosas armas de destrucción masiva, o como el alegato de Noam Chomsky -ese martillo de todas las mentiras de este mundo- cuando afirmó que las matanzas de Pol Pot eran exageraciones de The New York Times.
En todo caso, hay ejemplos de ensayistas que nos sitúan en otra frontera y expanden sus argumentos creativos por caminos liberados de cualquier corsé. Ajenos al estudio acabado y bien cerradito (que no duda en poseer la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad, con su drama griego de andar por casa y su correspondiente triada de planteamiento-nudo-desenlace), los ensayos más fértiles -entendidos como los fundó Montaigne- se resisten a ser encapsulados como non-fiction. Esta clasificación industrial conviene sin duda a las editoriales, las academias universitarias y los suplementos culturales, pero tiene poco que ver con la promiscuidad que despliegan las creaciones contemporáneas. Así, George Bataille es capaz de escribir un libro, La oscuridad no miente, que "no se dirige a los hombres cuya vida no es interiormente violenta". Eliot Weinberger, en Rastros kármicos, fecha un artículo de apenas cuatro páginas entre 1499 y 1991, a la vez que define Islandia como "la sociedad más perfecta del mundo, de la cual ninguna otra tiene nada que aprender". Vázquez Montalbán, en sus crónicas bajo el seudónimo de Jack el Decorador, consiguió renovar la crítica de diseño desde unos episodios que eran, al mismo tiempo, un libro de crítica, la antología de unos pequeños tratados de frivolidad, una novela negra y, finalmente, la parodia de todo eso. Severo Sarduy perfila una aventura carnal en Barroco para abrir un sendero inédito entre la cultura barroca y la posmodernidad. Un académico como Roger Bartra incorpora viñetas y diálogos imaginarios en La jaula de la melancolía, su novedosa interpretación de la identidad mexicana. Por la parte que le toca, en Deseo de ser piel roja, Miguel Morey nos propone... Bueno, éste cada cual tiene que leerlo sin brújula porque no se puede describir, ni sintetizar, ni escolarizar y ahí radica, intacta, gran parte de su virtud.
Estos y otros ejemplos ensanchan el horizonte de tal manera que rompen los prejuicios a la hora de asumir como ensayos formatos que están fuera de la literatura en su sentido convencional. Exposiciones como Lo que ocurre (¿), basada en la teoría del accidente de Paul Virilio, o Comunidad, de Pedro G. Romero, cumplen con los rigores de un ensayo visual en toda la línea.
El ensayo crítico, especialmente el artístico, puede ser entendido en su aserción teatral: es una aproximación previa e imperfecta a una realidad que no está constituida del todo (no es todavía la "función real"). Más bien, sus tareas están encaminadas a armar los planos de un escenario futuro, a una posibilidad por venir.
Ensayar sin complejos desde, por y más allá del arte no parece un mal remedio para esa crítica que hoy deambula como una especie en peligro de extinción. Sin conceder la menor importancia a las cápsulas que la encierran en un gueto sin salida, desde el que sus enunciados alcanzarán siempre la importancia de un pimiento.
Y eso que, bien mirados, los pimientos sí que tienen su importancia. Los de padrón, por ejemplo. En el ritual de comerlos, el comensal se la juega y avanza hasta que ¡pum! aparece uno por sorpresa que pica y cambia las percepciones esperadas. A unos les disgustará, pero hay otros que, secretamente, no han buscado otra cosa que ese accidente y ese ardor para asomarse al precipicio.
Última lección de un ejemplo prosaico: tanto en el sentido del sabor como del conocimiento, a veces una buena crítica está obligada a saber mal.